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lunes, julio 14, 2025

Las ambigüedades del orden espontáneo

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Explica el filósofo italiano Giovanni Sartori que el liberalismo da lugar al Estado limitado, al control del poder y a la libertad del ciudadano; pero no distribuye bienes, no atiende al bienestar. Nuestras preguntas son: ¿esto es realmente así?; ¿podemos aceptar, en el mundo actual, que el Estado se desentienda del bienestar?; ¿encuentra el mercado estímulos suficientes para afrontar la complejidad del progreso?

Como explica Sartori, el liberalismo considera que el bienestar es producto de relaciones esencialmente autónomas que no precisan una conciencia política previa. Que a partir del cálculo de costos y beneficios los recursos se asignan eficazmente y permiten, a través de la acumulación, impulsar el crecimiento. Aquello que los pensadores clásicos definieron como el centro del problema: acumular, reinvertir y originar empleo.

Bajo esta perspectiva, es en el mercado donde se produce la creación de riquezas; donde se genera la interacción de los agentes económicos (las personas que buscan ingresos, los empresarios que toman riesgos, los comerciantes que intermedian, quienes se favorecen con la renta, etc.) y donde todos intentan, a su modo, mejorar su condición.

Pero también es cierto que las sociedades avanzaron y que, más allá de la innegable eficiencia del mercado, hubo circunstancias materiales, morales y de distribución del poder que difícilmente puedan explicarse mediante la aceptación del orden espontáneo.

La desigualdad profunda en la distribución de la renta, los perjuicios ambientales, el arraigo de los extremismos, las persistentes formas de segregación nos permiten pensar que, siguiendo el criterio de Eric Hobsbawm, no todo puede justificarse mediante la determinación particularista.

Una vez más, el problema no es si hay más o menos Estado. Si es más o menos extenso. El debate se sitúa, más bien, en cuán eficaces son sus prestaciones. Si responde al objetivo para el que fue creado (promover sociedades libres, diversas e integradas) o si contradice sus principios. Pero no debería estar en juego su razón moral.

Hoy, las capacidades institucionales se miden en nuevos términos. En la multiplicación de las posibilidades materiales, en la equidad distributiva, en la ampliación de las clases medias, en la diseminación científica, en la inversión masiva en educación. Y esto, en el Estado, depende de la utilización de la evidencia empírica, de la aplicación de los recursos tecnológicos y de los avances en los procesos de decisión y trazabilidad de las inversiones públicas. Aquellas que, por escala y dimensión, descarta el mercado.

De ello se ha encargado en los últimos tiempos la ciencia de la administración. Y de ello provienen los principales adelantos. El anhelo de sociedades más libres parece inviable sin lo que Robinson y Acemoglu llamaron “esquema de convergencia educativa”: el impulso esencial del crecimiento junto a la preparación intelectual, cultural y emocional de las personas para integrarse a ese proceso.

Negar al Estado no parece estar en los planes del futuro. Ni siquiera parece deseable. Lo que sí parece serlo es el empleo del conocimiento para eliminar sus márgenes prebendarios, limitar la corrupción y transferir a la sociedad una iniciativa que jamás debió abandonar (y de la que el Estado jamás se debió aprovechar). ß

Doctor en Ciencia Política por el Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset, Madrid

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